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jueves, 22 de marzo de 2018

El matalote 10

Etapas y fatalidades

     

I

¿Se le hinchan las piernas? me preguntó el joven médico nefrólogo de Especialidades en el Centro Médico Nacional Siglo XXI. - No; los huevos (quise contestar. Pero no lo hice). Sólo negué con la cabeza, mientras reprimía la carcajada que mi estúpido pensamiento me había provocado. Claudia, siempre dispuesta al humor, sentada a mi lado, hizo cara de extrañeza, al no comprender el origen de mi hilaridad. Los tres residentes, dos ellas y un él, vestidos de inmaculado blanco, me miraron con cortesía. Luego me extendió una hoja y señaló en ella con un recuadro el número que me correspondía como inscripción en la Unidad de Transplante Renal (UTR) para esperar la donación de un riñón cadavérico. (Cuando llegue lo tomaré como si fuera el de Leo, mi hermano, que me lo iba a donar). El doctor encerró el número en un cuadrito, pero nunca lo pronunció.




Por fin teníamos el ansiado número de la lista de espera. ¡Qué alegría! Cuatro años han pasado -”y por fin he regresado a mi terruño querido…”, diría Alberto Cortés- desde que me diagnosticaron Insuficiencia Renal, etapa 5 en el Seguro Social. O sea, de la que no hay regreso, la que amerita diálisis peritoneal urgente. 
Un médico particular, -que por cierto iba a ser mi cómplice de suicidio paulatino antes de todo esto, luego les cuento por qué- me dijo, luego de hacerme un ultrasonido: “sus riñones son una masa amorfa sin función”. Con el tiempo he ido aprendiendo que eso supone un desequilibrio bioquímico de la chingada, que se corrige con un altero de medicinas que me surten cada mes, gracias a la generosidad de una mano que mece la cuna de la salud pública, y a una dieta estricta que mi aguerrida pericol (diminutivo de pericolosa. Los que la conocen me darán la razón) se empeña en diseñar día tras día, con base a sus observaciones clínicas y los resultados de laboratorio.



¿Puedo pronunciar el número, porque me lo dio como un misterio, como si fuera un NIP secreto? Puede decirlo en voz alta, salir a la sala y gritarlo, -reaccionó el joven especialista. Nos vemos en un año, baje treinta kilos y mantenga en rango sus niveles, para que esté listo cuando le llamemos (palabras más, palabras menos. La contundencia es mía). Si hoy hubiera un riñón para usted no podría recibirlo, por el sobrepeso que trae. Lo sé. Y no esperaría que en la primera cita de vuelta al Protocolo de Transplante, luego de dos cirugías de corazón, me fuera a sacar el premio mayor. Además, me habían dicho que el tiempo promedio de espera es de tres años. Así es que tengo tiempo para ir haciendo a un lado mis panecillos dulces, quesadillas, tortas, pozole, atolitos, tamales y muchos otros alimentos que disfruto hasta hoy, no sólo por su sabor, sino por el acto estético costumbrista de honrar las tradiciones de mi cultura nacional. Sí, señor.

Y pensar que hubo un tiempo en que estaba convencido de que “Toda la cultura hasta que no dañe la salud”. Lo que luego cambió a “Toda cultura daña la salud”. En fin. Etapas y fatalidades. Ahora, Claudia y yo nos hemos construido bajo el principio de "sin salud no hay cultura”.



II

Nací con problemas congénitos de riñón, que no se manifestaron sino hasta los cuatro años con una pielonefritis, que fue el inicio de un a etapa de horror para mis padres, y de dolor para mí. Ardor al orinar, fiebres inexplicables, mal humor, incomodidad. Esto derivó en una serie de cirugías (10) que empezaron en el Hospital Infantil Privado y terminaron en el Centro Médico, acabando también con el ahorro que mis padres tenían para comprar una casa después de cinco o seis años de casados. Fueron años de sufrimiento, angustia, fe, espera y mucha oración. 
Operaron riñón izquierdo, reimplantaron ureteros, descendieron testículo derecho, arreglaron vejiga, y de paso, hicieron la circuncisión. Recuerdo vagamente los nombres de los héroes del cuento: El Dr. Villalba y el Dr. Gómez Reguera, quienes me dieron de alta a mis diez años, y nunca más volvimos a preocuparnos del tema. Recuerdo también, entre vapores, la presencia de mi tía Tere, quien siempre me regaló su sonrisa cómplice y me propició material para dibujar (cuadernos y colores, pizarrón mágico), y que me hacía ruborizar al asomarse debajo del capelo que cubría mi desnudez; de mis padres y mis abuelos. “Mátalo tú”, le pedí a Chava (mi abuelo) cuando me regaló una pistolita de juguete para que acabara con el doctor. Así estaba de cansado. Pero luego, con sonda y todo, andaba en bicicleta, corría y brincaba como todo niño feliz, sano y querido.




Mi desarrollo fue normal (aparentemente), aunque siempre he acarreado ciertas incomodidades que ahora me explico como parte del proceso del desarrollo de una condición silenciosa que, en mi adultez, y ahora en mi edad media, llegó a su límite.
Voy a cumplir 50 años en octubre de este año 2018, y después de muchos subibajas emocionales, sentimentales, espirituales y económicos; pérdidas, éxitos y fracasos hoy puedo decir que, aunque he vivido intensamente, persiguiendo mis sueños desde muy joven -y pagando sus precios-, reflexionando cada momento de mi existencia, cantando y contando mis descubrimientos y asombros, sobreponiéndome a la infinita ignorancia que me abruma, quiero más. 
Apenas le estoy agarrando el gusto a la vida. Y me ilusiona mucho tener esta nueva oportunidad. He renacido varias veces, en muchos sentidos, y quiero seguir haciéndolo, seguir reinventándome en la escritura, en el amor, en la mirada, en la amistad, en el estudio, en el cuerpo; quiero volver a hacer Yoga como lo hacía, y andar en bici y sentir el aire en el rostro; caminar, subir montes y mirar desde lo alto, mirar lo alto, respirar lo alto.

Claro, esto lo digo después de tomar los antidepresivos que la insistencia y la infinita paciencia de mi hermosa compañera, me procuran. Sin ella, verdaderamente, hace años que estaría tres metros bajo tierra. Cuento con su inquebrantable complicidad, su belleza, su exasperante disciplina y su sonrisa, que ilumina cualquier oscuridad; su determinación y fuerza para alcanzar las metas, su coraje y ternura que me inspiran y me hacen valorar lo bello de la vida y lo vivo de los retos. 
Ella me ha revelado los enormes cariños que me rodean, y ha hecho de nuestra casa un hogar donde nos refugiamos con nuestros libros, la música y Lhasa, un peludo corazón. Ahí se fecunda la esperanza, la confianza en un futuro promisorio y una larga vida, plena y sana.





José Manuel Ruiz Regil
Poeta, publicista y analista cultural

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